lunes, 22 de enero de 2018

Homilía del Archimandrita Demetrio en la SOUC 2018 de Valladolid (Castilla y León)



Homilía pronunciada en Valladolid en el Acto Interconfesional durante la Semana de                   Oración por la Unidad de los Cristianos el 20 de enero 2018

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"Fue tu diestra quien lo hizo, Señor, resplandeciente de poder"

Nuestra fe, en tanto que se apoya en la Palabra de Dios, nos da la certeza de realidades referidas, primero a Dios mismo, después, a los designios de Dios sobre los hombres. Certezas que no podemos ver, ni tocar, ni explicarlas por nuestra razón o nuestros sentidos. Solamente las conocemos porque Dios nos las ha revelado, nos las ha dado a conocer. Dios revela sus designios mediante su intervención en la historia de la Humanidad.

El Cristianismo no es sólo una doctrina ni una teoría, ni siquiera un conjunto de verdades intemporales. En el corazón de la doctrina cristiana hay una historia de salvación, una historia de las intervenciones de Dios para manifestarse Él mismo y para manifestar su deseo de salvación para toda la Humanidad y toda la creación.

Para los Santos Padres, el texto fundamental de la antropología cristiana son las palabras del Génesis:"Y dijo Dios: Hagamos el hombre a nuestra imagen y semejanza". Cada santo Padre comenta este pasaje a su manera, pero todos convergen en la misma interpretación: el Hombre ha sido creado por la diestra poderosa de Dios para participar en su vida o, como dicen los más audaces, para ser divinizado. Contrariamente a lo que se dice desde los platónicos hasta ciertas corrientes espirituales de nuestros días, el hombre no posee, por su naturaleza, la más mínima partícula de divinidad, pero sí ha sido creado apto para recibir de Dios una participación en su vida, a condición de aceptar y consentir esa gracia divina. Lo que la diestra poderosa de Dios inscribe en el hombre es cierta capacidad, que se activa en nuestro bautismo, para que la imagen inicial se convierta en semejanza mediante la colaboración de la libertad del hombre con las energías increadas de Dios.

El psicoanálisis moderno, inspirado mayormente en Freud, piensa que en el hombre hay dos tendencias: el deseo y la agresividad, pero que son controladas por la presión social externa para no convertir a la sociedad en la ley de la selva. Los Santos Padres creen que sí, que hay dos tendencias en el hombre, pero que estas son buenas aunque se desvíen por el mal uso que hace el hombre de su libertad. En el corazón del hombre, y que normalmente llamamos la voz de la conciencia, hay un sentido del bien, un deseo del bien, incluso un sentido de Dios más o menos oscurecido por las pasiones, pero que puede ser combatido no sólo por la presión externa, sino también por la ascesis del hombre ayudado por la gracia. San Agustín, a pesar de cierta visión suya negativa del hombre, nos lo dice claramente: "Nos hiciste, Señor, para tí y nuestro corazón no encuentra reposo hasta que descanse en ti". Aquí vemos que el fondo de la naturaleza humana es bueno, que el pecado no es más que una desviación, pero que la diestra de Dios nos ha dotado de la tendencia de dirigirnos hacia Él, nos ha dado la capacidad de oponernos a todo lo que en nosotros, o a nuestro alrededor, va en contra de su reino y su voluntad.

El poder creador de Dios, su Palabra, rompe nuestras cadenas, sobre todo la más terrible de ellas: la muerte. El centro de nuestra fe es la resurrección; la resurrección de Cristo en primer lugar, después, la resurrección en Cristo al final de los tiempos. Porque ese final de los tiempos no es una catástrofe, aunque vaya acompañada de sucesos catastróficos. Al contrario, ante todo será una liberación; será el cumplimiento de los designios de Dios para el hombre y la creación; un designio colectivo que nos concierne a cada uno de nosotros de manera personal, no individual. No hay individualismo en la salvación. El hombre será salvo en tanto que es miembro de un pueblo, en tanto que es comunión con sus hermanos.

Esa es la verdadera finalidad de la Humanidad, ese es el verdadero fin del mundo; no una destrucción, sino, por el contrario, la entrada en una total plenitud en la vida de Dios a la que estamos llamados desde que fuimos creados por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. A Él la gloria por los siglos de los siglos.

P. Archimandrita Demetrio (Sáez)